Junio de 2009. Si
tuviera que elegir una fecha quizás fuera esa. Ese mes marcó el punto de
inflexión respecto al programa nuclear iraní. Durante ese mes de junio se
produjeron dos hechos muy significativos. En primer lugar, las elecciones
presidenciales en Irán dieron una victoria abrumadora de Ahmadineyad en la
primera vuelta (casi el 63% de los votos) y con una participación electoral sin
precedentes (75%).
Sin embargo, la
estabilidad del régimen fue puesta a prueba a raíz de las protestas desatadas a
continuación y que protagonizaron, sobre todo, los jóvenes. El sangriento
resultado de las mismas (treinta muertos, según fuentes oficiales, y más de
trescientos detenidos) mostró no sólo la amplitud de las revueltas sino también
que una parte importante de la sociedad no se sentía representada por la clase
dirigente iraní. Como ya escribí hace un tiempo, parece
indudable el papel que las nuevas tecnologías (Internet, redes sociales,
blogs…) estaban teniendo en las protestas desatadas y su influencia entre la
abundante población joven. Cabe recordar que el sesenta por ciento de los
iraníes ha nacido después de la Revolución de Jomeini (1979).
El segundo hecho
que me parece muy significativo fue el discurso del Presidente Obama en El
Cairo el 4 de junio de 2009. En el mismo reconoció el papel de EE.UU. en el
derrocamiento en 1953 del Primer ministro iraní, Mohammad Mossadegh.
Literalmente afirmó:
“En medio de la
Guerra Fría, Estados Unidos desempeñó un papel en el derrocamiento de un
gobierno iraní elegido democráticamente. Desde la Revolución Islámica, Irán ha
desempeñado un papel en secuestros y actos de violencia contra militares y
civiles estadounidenses. Esta historia es muy conocida. En vez de permanecer
atrapados en el pasado, les he dejado claro a los líderes y al pueblo de Irán
que mi país está dispuesto a dejar eso atrás. La cuestión ahora no es a qué se
opone Irán, sino más bien, qué futuro quiere forjar. Será difícil superar
décadas de desconfianza, pero avanzaremos con valentía, rectitud y convicción.
Habrá muchos temas que discutir entre nuestros dos países, y estamos dispuestos
a seguir adelante sin condiciones previas y basados en un respeto mutuo”.
Esta nueva
aproximación se alejaba notablemente de la postura establecida en la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense de 2006, en la que se presentaba a Irán
como el “reto más grave” al que probablemente EE.UU. debería enfrentarse.
Tras años de
desencuentros, una negociación directa entre EE.UU. e Irán aparecía como la
opción más factible, segura y definitiva para resolver por medios diplomáticos
la crisis desatada por la profundización del programa nuclear iraní.
El acuerdo firmado
con Irán en julio de 2015 y cuya implementación acaba de ponerse en marcha
supone que Irán no producirá uranio altamente enriquecido en los
próximos 15 años, que se deshará del 98% del material nuclear que posee, y que
eliminará dos tercios de las centrifugadoras que ha instalado. Además, y
aquí está la clave, la comunidad internacional podrá verificar el grado de cumplimiento
del acuerdo.
A cambio, se pone fin a las
sanciones impuestas por la comunidad internacional al régimen de Teherán en
2006. El levantamiento de las sanciones va a permitir a Irán recuperar unos
32.000 millones de dólares de bienes bloqueados en bancos
internacionales.
Pero los mayores beneficios provendrán de la condición de Irán como
gran productor de petróleo y gas. Irán dispone de las segundas mayores reservas
de gas y las cuartas de petróleo del planeta. Ya se afirma que
Irán podría aumentar sus exportaciones de petróleo en un año en casi un 60%.
Este hecho podría propiciar un descenso del precio del crudo.
El propio Ministro iraní del Petróleo ha afirmado que su país requerirá
de inversiones por valor de 180.000 millones de dólares para mejorar sus
infraestructuras energéticas. Algunos analistas elevan la cifra a 250.000 millones. En todo caso, un auténtico maná económico para un país con
una población muy joven (los jóvenes representan dos tercios de la población),
muy cualificada (hay millones de titulados universitarios sin trabajo) y con un
50% de paro juvenil.
Cabe, pues, esperar que Irán firme acuerdos muy
lucrativos con grandes empresas. La mejora de la situación económica de Irán será
un hecho en los próximos años, lo que aliviará la presión de los sectores más
jóvenes sobre el régimen. Además, cabe imaginar que Irán recuperará las cuotas
de mercado que perdió estos últimos años debido a las sanciones.
El acuerdo marca
un auténtico hito en la política exterior de EE.UU. La estabilidad regional en
el Golfo Pérsico se ha fundamentado tradicionalmente en el equilibrio entre
Irán e Irak. Dicho equilibrio se tambaleó en 1990 y el resultado fue la
invasión de Kuwait. La invasión de Irak de 2003 volvió a deshacer el
equilibrio. Irán vio desaparecer a dos de sus tradicionales enemigos y vecinos:
la caída del régimen de Sadam Hussein en Irak y el enfrentamiento de la
comunidad internacional con los talibanes en Afganistán. Paradójicamente, en
ambos casos el papel principal lo protagonizó EE.UU.
Frente a un Irán
nuclear o a posibles ataques quirúrgicos a las instalaciones nucleares iraníes
por parte de Israel, Washington y Teherán parecen apostar por una tercera vía,
que puede permitir la identificación y asunción por parte de ambos de cuáles
son sus intereses estratégicos comunes. Ni Teherán ni Washington desean la
presencia de tropas norteamericanas en Afganistán, Irak o Siria, ni que el
Estado Islámico prosiga su avance. Tampoco EE.UU. está interesado en un bloqueo
del flujo de petróleo a través del estrecho de Ormuz ni Irán desea interrumpir
los beneficios que le reporta el mismo. Además, Irán necesitaba levantar las
sanciones impuestas en 2006 con el fin de poner su industria petrolera y
gasística a pleno rendimiento.
¿Estamos ante un
viraje en la política exterior de EE.UU. respecto a su tradicional apoyo a
Arabia Saudí? Es indudable que el acuerdo supone un reconocimiento implícito de
Irán como lo que es: una potencia regional evidente dado su peso económico,
militar, geográfico y demográfico. Puede equilibrar la situación en la región y
favorecer la estabilidad de Irak y Siria, así como la lucha contra el Estado
Islámico.
La seguridad
marítima en el Golfo Pérsico debería verse beneficiada de este acuerdo. Ya no
es tan impensable que EE.UU. reabra su Embajada en Teherán. El cambio drástico
de las relaciones de Washington con Cuba e Irán pueden ser las grandes
herencias que deje la administración Obama.
Fernando Ibáñez.
Original publicado en el Observatorio del Campus Internacional para la Seguridad y la Defensa
Original publicado en el Observatorio del Campus Internacional para la Seguridad y la Defensa